Reto Bradbury #2 | Haciendo balance

Hacía al menos veinte años que no pasaba por aquel parque. Era la época en la que los almendros se ponían flor y el lugar se llenaba de un mágico color rosa y blanco que le hacía parecer un pequeño bosque de cuento.

Caminó sin prestar atención hacia dónde dirigía sus pasos y acabó llegando a un banco bajo un enorme y frondoso árbol. Se sentó allí un rato a contemplar a las personas que paseaban por el lugar, niños correteando, dueños y mascotas a cada cuál más peculiar.

El mundo mostraba un sinfín de emociones: la inocencia de los niños, la soledad de los ancianos que paseaban con las manos echadas a la espalda, la prisa de los ejecutivos o los apasionados besos de los amantes jóvenes. Concretamente, a unos metros, en un banco un tanto escondido de la vista dando sensación de falsa intimidad, una joven pareja de adolescente se comía literalmente la boca con la pasión que se sólo se tiene en los romances incipientes.


Notó que alguien se sentaba junto a él en el banco.

—Así eramos nosotros, ¿lo recuerdas?

La voz le era tan familiar y conocida que no tuvo ni que girarse para saber que se trataba de Magda. Habían pasado tantos años y aún así era cómo si la hubiese visto ayer.

—Visto desde fuera da un poco de vergüenza ajena—comentó él.
—O envidia, según se mire.
—Desde luego éramos apasionados.
—Más apasionados que esos. E ingenuos—añadió Magda con un deje nostálgico en la voz.

Samuel no pudo evitar soltar un suspiro. Habían sido muy ingenuos, unos tontos. Y él un absoluto cobarde. Ni siquiera ahora, teniendo a Magda al lado, era capaz de mirarla a los ojos.

—¿Por qué has venido aquí?
—He venido a ver a mi madre, está enferma—explicó Samuel.
—Eso ya lo sé, me refiero a qué haces en este parque, en este banco, bajo este árbol.

De pronto él se percató del lugar en el que estaba. Observó la zona y el árbol. Había cambiado, claro, veinte años también pasan para los árboles y el banco había sido pintando, quizás muchas veces, pero las patas eran las mismas. Sin duda era el lugar. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—No sabía que era el mismo sitio.

Por primera vez en aquel eterno rato, en veinte años, se giró a mirar a Magda. Estaba igual de guapa que la última vez que la había visto. Se quedó pensativo, no sabía que decir. 

—Fui un cobarde, Magda. No debí salir corriendo. Lo siento tanto—Samuel inició un silencioso llanto cargado de dolor y amargura. Ella le miraba, en silencio, esperando—Lo siento, Magda, lo siento—sollozó él.
—No te culpo. ¿Por qué te culpas tu?
—¿Cómo puedes no culparme, Magda? Si me hubiese quedado, si te hubiese defendido...
—Ahora estarías muerto, Samuel, y no podrías hacer lo que tienes que hacer.
—No entiendo, Magda.
—Lo entenderás—dijo ella, enigmática.

Samuel no sabía que decir. Frente a aquella adolescente eterna, el amor de su vida, la única mujer a la que había amado de verdad, a la que había fallado para siempre, se sentía un miserable y un desgraciado.

—Deja de culparte, Samuel. Tenías miedo, aquel hombre tenía un arma, te asustaste, era lo que tenías que hacer. No podías haberlo impedido. Yo te perdono, perdónate también tu.

Magda se acercó a él y le dio un suave beso en la boca. Una brisa fría se levantó e igual que había llegado, ella desapareció.

Samuel salió aturdido del parque rumbo a su coche. En su mente no paraban de repetirse las imágenes del pasado, los dulces besos de Magda y el hombre que les sorprendió, blandiendo su cuchillo, él corriendo por el parque camino a casa, los gritos de su chica, el corazón retumbando en el pecho, la llamada de la madre de Magda por la noche, las fotografías macabras del periódico, el entierro, la familia de Magda juzgándole con la mirada. Ella había muerto a manos de aquel desgraciado porque él siempre había sido un cobarde, un desgraciado. 

Y lo seguía siendo. 

No había engañado a Magda, su madre estaba muy enferma, necesitaba un transplante urgente y no había donantes compatibles, él lo pasaba tan mal viéndola sufrir que se inventaba todo tipo de excusas para no venir a verla, pero últimamente había empeorado y la culpa de Samuel también, así que decidió ser buen hijo y acercarse al pueblo pero al llegar a la puerta se había dado la vuelta y había acabado en el parque, chocando de frene con el pasado. 

Ensimismado en sus pensamientos, Samuel cruzó la calle sin mirar. Fue un golpe seco, un frenazo, chillidos de los transeúntes. El conductor, un repartidor en furgoneta que iba justo de tiempo, no paraba de decir que se le había echado encima. Samuel estaba indignado, mirando desde la acera.

—Siempre mirándote los pies, Samuel, no aprenderás—comentó Magda agarrándole la mano.
—Y, ¿ya está?¿esto es todo?—preguntó anonadado
—Bueno, algunos tienen destinos diferentes, yo morí para que encontrasen a ese tío y así no matase a la chica que ahora va a operar a tu madre y tú salvarás a tu madre y a dos niñas pequeñas. Haciendo balance no lo has hecho tan mal, ¿no te parece?

Samuel miró a Magda con una eterna pregunta en la cara. Ella sonrió divertida y le besó, fue un beso dulce, como los de antaño. Era como viajar en el tiempo, solo que el tiempo era una cosa incierta desde el otro lado.

—Ahora vamos a pasear, si quieres.

Magda le ofreció la mano y él aceptó, feliz como un niño desde hacía dos décadas, y ambos se perdieron por el parque, haciendo bailar las hojas a su paso fingiendo ser viento para los vivos.

FIN

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