Envidia

Lidia era una enferma. Tenía una cosa que la carcomía por dentro. Un monstruo verde que se aferraba a su corazón una y otro vez, desde la infancia, daba igual lo bien que le fuesen las cosas, sus éxitos, su altura y su belleza, siempre había alguien que tenía más, mucho más. Y es que siempre se lo habían dicho: era una envidiosa.
No siempre estaba dominada por los celos, vamos, lo podía controlar. Se sentaba un rato, respiraba hondo e intentaba recordar y enumerar sus logros más recientes. Era un pequeño truco que le había enseñado su madre, harta de pedir perdón a las otras madres en parques, fiestas de cumpleaños y en el colegio.
Gracias a esta técnica había conseguido salir airosa del instituto y terminar la Universidad. Actualmente, su vida era tan perfecta que ya nadie podía molestarla con sus genialidades.
Excepto ella.

Sólo una persona en el mundo la sacaba de su idea de firmeza y rectitud: Ángela.
Ángela había sido su compañera inseparable desde el colegio. Siempre ahí, donde fuera que pusiese su vista o sus metas, dándole en la cara con su increíble perfección: siempre un poco más alta, un poco más rubia, un poco más lista, un poco más guapa y un poco más destacada que ella. La número uno de su clase y la más popular y reconocida. Su pesadilla.
Siempre que Lidia conseguí algo también estaba Ángela cerca. Por más que intentaba la técnica de control aconsejada por su madre siempre conseguía sacarla de sus casillas y de su concentración, ya que al pensar en sus logros siempre, un paso por detrás, estaba Ángela, a punto para arrebatarle todo.
Lidia había cosechado éxitos al salir de la Universidad. Había logrado un puesto importante en una revista como diseñadora de contenidos y tenía un suelo mñas que digno y una casa adosada con jardín. En resumen: más logros y más perfección.
Aunque todo se desvaneció la misma tarde en que el camión de mudanzas llegó al número cinco de la calle, el adosado contiguo al suyo.
Al mismo tiempo que el camión llegó la propietaria, que no era otra que Ángela.
Lidia y ella se saludaron encantadas y sonrientes aunque, en realidad, era una farsa, ya que jamás habían llegado a ser amigas y entre ellas estaba esa rivalidad latente.
Ángela se instaló como una más de las vecinas y, como todos, llevaba una vida rutinaria cosida con viajes de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Sin embargo, el monstruo verde bajo la piel de Lidia empezaba a emponzoñar su mente con oscuros pensamientos. Su voz insegura le hablaba de engaño, de conspiración contra ella. Su vecina trataba de usurparle el puesto, lo intentaría en cualquier momento, en cuanto bajase la guardia.
Así que Lidia decidió no dejarse doblegar y comenzó una nueva rutina: de casa al trabajo y del trabajo…a espiar a la vecina desde el jardín.
Al principio lo hacía con disimulo, desde el suyo, salía a plantar cosas al jardín: flores, arbustos, a veces, hasta habas y guisantes. Todo lo que fuese con tal de parecer ajetreada. Después, la cosa fue a peor, por las noches saltaba la valla del jardín y se acercaba a la ventana, con las manos en apoyadas en el cristal y los ojos bien pegados para no perder detalle. Pasaba horas observando, cobijada por unos arbustos ornamentales.
Allí estaba ella, con su chándal último modelo, tirada en su carísimo sofá comiendo palomitas y viendo la televisión, guapa y flamante, posiblemente urdiendo un plan para apoderarse de su vida.
La observó durante muchas tardes y noches. En una de ellas, un mensajero trajo una antigua vitrina de madera, de esas que se usan como expositor. Lidia intuía que en ella guardaría cosas valiosas, algún carísimo objeto antiguo. Tenía que comprarse alguna pero antes, tenía que saber qué es lo que Ángela iba a meter allí y luego comprar algo más antiguo y más grande.
Lidia dejó de ir al trabajo, debía vigilar día y noche, se lo habían dicho sus demonio interiores. Debía aplastar a Ángela superándola de nuevo.
Durante días observó y observó, prácticamente no se separó ni un momento de su magnífico emplazamiento de observatorio, con la esperanza de salir de dudas.
Una noche, mientras vigilaba la vitrina, vio como Ángela recibía una visita de un hombre que portaba un gran maletín. Ambos charlaron, tomaron un copa y rieron. Después, Ángela se excusó y salió por la puerta del salón. Lidia pudo ver cómo el caballero abría su maletín y sacaba de él algo brillante, algo…que parecía un bisturí.
Lidia no daba crédito. No sabía si chillar o si reír, ya que parecía que su eterna rival había ligado con una especia de psicópata.
El viento movió los arbusto a su espalda pero Lidia, fiel a su obstinación, trataba de averiguar qué ocurría y pensaba que si, quizá, salvase a Ángela en el último minuto de las manos de aquel bicho raro sería una heroína y Ángela le debería la vida…y ya no tendría que envidiarla nunca más porque sería mejor que ella. ¡Claro! Ahora sólo tenía que ir a por su móvil y un cuchillo – por si acaso – y esperar. Iba a salir corriendo cuando sintió un doloroso pinchazo en el cuello.
Todo se oscureció.
Habían pasado unas semanas desde la operación. El médico le había recomendado que, a partir de esa semana, se fuese quitando las gafas de sol en casa pero no en la calle. Ángela entró en casa después de su paseo matinal y se quitó las gafas, se miró al espejo y sus ojos verdes y brillantes le sonreían. Todo gracias a Lidia, lo había hecho un gran favor.
Al entrar en el salón la vio, allí estaba, como siempre, pegada al cristal, sin dejar de observarla. Ángela miró a Lidia dentro de la vitrina. El taxidermista había hecho un trabajo impecable, estaba prácticamente igual, salvo por los ojos de cristal. Los de verdad ahora eran suyos, como Lidia.
Ángela siempre la había envidiado. Ella tenía todo pero Lidia tenía más, tenía aquellos ojos preciosos y aquella figura envidiable. Ahora ella, por fin, lo tenía todo. ¿Se podía desear algo más?
Fin
NDA: Envidia forma parte de una serie de historias sobre los Siete Pecados Capitales que espero terminar algún día.
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